La cuna de la serpiente. Capítulo 3. Sigurd
Sigurd se despertó antes del amanecer, echó un vistazo a la habitación inundada de oscuridad y se dio cuenta de que de nuevo no podía moverse. Le pareció sentir como las sombras se agolpaban a su alrededor, burlándose de él con voces de niños que le eran familiares. Por un momento, el lobo estepario sintió el olor a moho húmedo, que recordaba del pasado.
Dicha sensación se le pasó de repente, y tan pronto como los pies de Sigurd volvieron a sentirse como suyos, se levantó y fue a la ducha, donde se miró durante un largo rato en el espejo. Desde detrás del cristal, era observado por un gigante con una cicatriz que justo cruzaba su nariz.
“Si alguien supiera que le tengo miedo a mis pesadillas — probablemente solo se quedarían en silencio. Idiotas…”
Sigurd pensó en sus amigos y sonrió levemente. Es bueno saber que no importa cuán ridícula sea tu debilidad, ninguno de ellos se reiría de ello.
Tras arreglarse, el lobo estepario se sintió bien otra vez y se puso una armadura ligera, algo fuera de lo normal. Hoy era el día en el que debía entrenar a nuevos reclutas.
Sigurd esperó a que sonara el toque de diana y abandonó la habitación para sumergirse felizmente en el rugir de una base que despertaba. Sabía muy bien que la rutina podía sanar en dosis moderadas. Le ayudaba a olvidarse de las preocupaciones, ya que tenía que concentrarse en las cosas cotidianas y aburridas pero importantes. Para Sigurd uno de estos procesos siempre fue entrenar a nuevos soldados. No todos ellos se abrían de forma inmediata a nuevos camaradas. Era difícil.
Parecía que la misma ciudadela trataba hábilmente la ansiedad. Nada más — corredores rectos con paredes lisas, ventanas libres de cortinas blindadas, que dejan entrar la luz solar y el aire fresco. Cada paso aquí se refleja con un eco de piedra apenas audible. Sigurd sacó las notas que había recibido personalmente de Stahl y, una vez más, echó un vistazo a los archivos personales de los nuevos reclutas. Desterrados, como siempre, con miradas sombrías, brillando incluso en la penumbra de la sala de interrogatorios.
— Está bien, muchachos, — murmuró Sigurd pensativo. — Ya no tenéis que luchar solos.
Un dolor sordo surgió en algún lugar muy profundo de su interior, y el lobo estepario cerró los ojos. La herida de la reciente pérdida de los camaradas que murieron en una emboscada era demasiado nueva. Desafortunadamente, la rutina no pudo curar el dolor de la pérdida — el entrenamiento persistente y las misiones de combate lo enfrentaran mejor. Sigurd se volvió hacia el patio detrás del muro exterior de la ciudadela, donde se suponía que debían estar esperándolo los novatos — pero en su lugar se encontró con un mensajero.
— Le llama el comandante. Un encargo urgente. Confidencial.
Una mañana tranquila, tan esperada y placentera, se disolvió en la ansiedad.
— Entendido, — respondió Sigurd, sin darse cuenta de lo apagada que sonaba su voz.
En ese momento, el lobo estepario aún no sabía que estaba en un viaje a los Hijos del Amanecer y una reunión con viejos amigos del viejo mundo. De lo único de lo que estaba seguro era que esa rutina, por desgracia, era impotente contra la sensación de fatalidad inminente.