El fuego allanó mi camino. Segunda parte
El calor era tan intenso que a Augustus le pareció que si pasaba otro segundo su piel se derritiría. No quedaba ni una sola célula libre de dolor y fatiga absoluta en su cuerpo. Su mejilla se sentía como tierra desgarrada por neumáticos y trató de ver bien la hoguera que tenía delante con su único ojo — el otro estaba cubierto por un velo rosado y húmedo.
Cada vez que se sumergía en una oscuridad silenciosa, Augustus esperaba no despertar. Todo lo que le esperaba en realidad era o una muerte lenta y dolorosa o una rápida y terrible. Nunca pensó que debía vengar a los seres queridos asesinados, ya que creía que no tenía la fuerza suficiente para ello. La furia que latía en su pecho no desapareció, pero ardía mucho menos que el combustible en llamas derramado a su alrededor. Augustus logró de alguna forma arrastrarse lejos del fuego y sucumbió de nuevo a la oscuridad.
Los gritos triunfantes de los asesinos le hicieron volver en sí y recuperar la consciencia. Los asaltantes se habían reunido alrededor del fuego para festejar y compartir el botín. Ni siquiera les molestaba el olor — encendieron una hoguera para deshacerse de los cuerpos. Augustus se rió amargamente, en silencio, dando las gracias a alguien omnipotente. Si los bastardos se hubieran acordado de él, probablemente lo hubieran arrojado al fuego con vida. Tal vez antes de morir, tendría que ver uno de los suyos.
— ¡Ahora, definitivamente, los Lunáticos nos acogerán! ¡Por los Lunáticos! — gritó uno de los asaltantes borracho, mientras levantaba su mano con una lata abollada.
— ¡Por los Lunáticos! ¡Por los Lunáticos! ¡POR LOS LUNÁTICOS!...
Los asaltantes corearon locas consignas y se rieron, deteniéndose solo para comer. Augustus cerró sus ojos, tratando de concentrarse en el dolor de sus piernas. Se las arregló para arrastrarse detrás de un montón de tanques oxidados y acechar desde allí.
Los gritos, desgarrando Wasteland, cambiaron algo en su cabeza. Augustus ya no quería simplemente morir. En un montón de basura, logró encontrar un trozo de acero afilado. Era poco probable que pudiera llegar a matar a dos, pero, definitivamente, se llevaría a uno con él. Al menos a un guarda. Acércate a las sombras y...
Al momento siguiente, cuando la tierra se estremeció debido a los vehículos que se acercaban, Augustus gimió de desesperación. La moribunda hoguera y los apurados asaltantes fueron iluminados por luces blancas.
¿Refuerzos? ¡¿Por qué?! ¡¿No había suficientes?!
Agarrando dolorosamente en sus manos el trozo de acero, Augustus levantó la cabeza, listo para lanzarse hasta sobre un ejército entero.
Y entonces sonaron los disparos.
Estas fuerzas desconocidas no dieron opción a los asaltantes de recuperar el sentido. Algunos de ellos saltaron de los vehículos con armas, otros desplegaron ametralladoras y ballestas — y solamente su aparición les llevó a entrar en un estado de pánico frenético. Los asesinos intentaron defenderse pero fue inútil. Los recién llegados se ocuparon de los bandidos y Augustus no apartó la vista del baile de sombras en reflejos blancos y dorados. Se reía, y no le importaba ya lo que le ocurriera a él.
Cuando los sonidos de la lucha se calmaron, los desconocidos empezaron a rodear el campamento. Uno de ellos — bajo y delgado, caminando con paso ligero, como si no hubiera baches debajo de sus pies sino un camino de piedra — vio a Augustus y se inclinó ante él.
— No tengas miedo, — dijo suavemente, a la vez que extendió su mano y se la acercó al hombro. — Mi nombre es Martin. Ahora todo irá bien...
Augustus cerró sus ojos — y al momento siguiente se sacudió por el estruendo de un disparo cercano.
Martin finalmente se había decidido a probar la escopeta. Tras disparar un par de veces más, el líder se apartó del arma, estiró sus hombros y se sentó junto al fuego.
— Augustus, — lo llamó de repente, y por la incertidumbre en su voz, el caballero sintió frío. ¿Qué había sucedido durante los dos días en los que estuvo fuera?
Continuará…