Aurora tenebris. Segunda parte
La voz de Riley fue la primera en romper el silencio que se había adueñado de la cabina, una bestia viscosa goteando de muebles y equipos.
— ¿Hace cuanto?
El micrófono de Aristaeus resonó, distorsionando una sombría sonrisa.
— Unos seis meses, tal vez, más o menos una semana.
— ¿Por qué no me lo dijiste antes?
Aristaeus titubeó antes de responder.
— Esperaba estar equivocado. Unos días antes, los Lunáticos atacaron el puesto de observación, y lo achaqué al estrés y la falta de sueño.
— Nunca esperamos, Aristaeus. ¡Evaluamos la situación y nos percatamos de las consecuencias!...
— Lo sé, — el desgastado mono sonrió de nuevo, mientras se frotaba sus muñecas. — Pero, aunque lo hubiera dicho antes, nada habría cambiado.
Aristaeus tenía razón, y esto siempre hacía tambalear los pensamientos constantes y ordenados de Riley. Las reflexiones sobre las pruebas de hoy habían pasado a un segundo plano, en su cerebro perfecto se sucedían una tras otra las predicciones, las opciones de salida, las formas de retrasar o, al menos, frenar la inminente locura de Aristaeus.
Los Hijos del Amanecer nunca se hicieron ilusiones sobre su destino. Cada uno de ellos sabía que algún día podría sentirse diferente. Siempre empezaba de la misma forma. Primero, había un destello de energía, como un segundo aliento — una libertad de pensamiento sin restricciones, claridad mental cristalina, un suministro infinito de fuerza para experimentar, para intentar una y otra vez. Después de eso venía la apatía, pesada, como una noche de insomnio sin fin. La reacción se ralentizaba, las emociones se apagaban, la personalidad misma era reemplaza por una nada plástica y flexible. Todo esto era tan fácil de confundir con una oleada de fuerza y exceso de trabajo que muchos preferían ignorar los primeros signos, en lugar de caer en la paranoia.
La evidencia de la situación se revelaba en la tercera etapa — cuando los dispositivos se daban cuenta de que ya no controlaban completamente lo que estaba sucediendo. Aparecían los pensamientos obsesivos, los movimientos nerviosos e ideas monstruosas. La personalidad se desmoronaba, la memoria se deterioraba y el pensamiento se convertía en caos, convirtiendo finalmente al científico en un loco.
Ahora venía a por Aristaeus — el último amigo del pasado, el único que había visto la cara del líder de los Hijos del Amanecer y sabía que tipo de persona estaba oculta bajo el casco de un traje inamovible.
— Así que, ¿es esto un adiós? — Aunque sea una pregunta tan simple para Riley fue extremadamente difícil hacerla.
Aristaeus exhaló, de repente envolvió con sus dedos los soportes del casco y empezó a desabrocharlos uno por uno. Desconectó la manguera de respiración, el cableado de los dispositivos y simplemente se quitó el casco, revelando su rostro y, por alguna razón, sonreía. La intensa luz de las lámparas LED blancas resaltaba los rasgos definidos de la cara y resaltaba sus ojos hundidos pero brillantes.
A Riley no le pasó inadvertido lo fatídico — chispas de fiebre fanática que se precipitaban de los ojos abiertos de par en par, de las últimas fuerzas de locura contenida.
Al escuchar un suspiro profundo y pesado, casi un gemido, procedente del micrófono de Riley, Aristaeus sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro.
— Cuando llegue el amanecer, por el cual estamos luchando tanto, salúdalo también por mí, — le pidió con voz serena, mientras se ponía el casco a toda prisa.
Riley escoltó al científico hasta el vehículo en la puerta del complejo, incapaz de decir una palabra. Sintiendo algo hace mucho tiempo olvidado, levantándose en su pecho como una mina de profundidad, era doloroso.
Aristaeus no habló ni preguntó — todo estaba claro sin palabras. Pero cuando sus manos agarraron el volante, y el motor rugió, escuchó:
— Lo haré… viejo amigo.